No tengo madre

Hace poco más de 9 meses mi madre partió de éste mundo hacia un destino incierto. 

Sé que la mayoría queremos creer que nuestros seres queridos no sufren en sus últimos días, sobre todo si ellos mismos son cómplices junto con el dolor que provocan los achaques de la vejez. Mi madre fue cómplice del dolor durante gran parte de su vida, o al menos eso me hizo creer. Me enseñó primeramente que hay que comerse lo que mamá sirve en la mesa y no buscar las suculentas cazuelas que los albañiles de la obra llevan para la hora del lonche, aunque claramente sea más delicioso debido a la inexperiencia de la juventud. Ésto último mejoraría claramente con el tiempo.

Después me enseñó varias cosas, algunas de forma involuntaria, sobre cómo hay que llevar la vida: atarse los cordones, tender la cama, limpiarse bien el fundillo, lavarse bien las manos, peinarse, bajar y subir escaleras, no apretar a lo pendejo los botones del ascensor (hay una anécdota al respecto que lo justifica), respetar a los mayores, ser valiente e ir a las tortillas solo en medio de la nada y cruzando un puente, no mencionar la palabra "piruja" si no es necesario, tenerle confianza para hablar de todo lo que te pase, incluso si esto último le resulta irrelevante.

Ella sabía muchas veces lo que yo quería o necesitaba. Otras no. Y ésto ya fue al último. Muchas veces también crees que, conforme vas creciendo, ya no vas necesitando a tus padres, porque piensas que su misión terminó cuando ya te empiezas a hacer de una vida, de tus cosas, de tus delirios y pensamientos. El cariño de una madre es único. Ese cariño insiste porque sabe que estás bien pendejo y que la vas a cagar en algún momento y vas a necesitar otra vez de apoyo y consejo. No digo que el del padre sea diferente, pero es protagonista de otro post.

Y aquí vinieron otras enseñanzas: adquirir la responsabilidad cuando embarazas a una mujer, trabajar y estudiar sí es una opción, rendirse no está permitido, cagarla y levantarse también está permitido, cagarla de nuevo en otro lado es de pendejos y eso ella no te lo enseñó, que las lágrimas son el teatro de las mujeres. Y su enseñanza más grande: aprender a disfrazar su decepción con cariño cuando vas bien perdido por la vida. Fue una maestra del engaño, ni Houdini me cae. Escapaba con maestría de las situaciones más difíciles y se reía cuando el truco no le salía, o simplemente me llamaba pendejo. 

En sus últimos días me sentí tan culpable de no estar a su lado en los últimos momentos. De las cagadas más grandes de mi vida, ésta fue la medalla de oro. Caí en la depresión, en el luto y en el manejo de la culpa. Cuando te pasa ésto, sientes que al planeta le cayó un meteorito y tú estabas en primera fila para recibir el chingadazo. Ves cómo la putada se te viene encima, y no puedes correr, poniendo tu mejor cara de estúpido (gracias Snatch) y te quedas sumiso, indeciso, impreciso. Como si el cerebro se desconectara sabedor de que no resistirás el impacto. Impávido. Inmóvil. Con la mirada fija en un punto. Y luego, nada. Quedas atrapado en el hoyo negro de la indecisión, del conformismo y te limitas a comportarte en automático. Así, bien pinche.

Pasa el tiempo, y piensas que no te vas a recuperar. De pronto, llega alguien que, sin bien no odias, no quieres ver ni en pintura, alguien cercano a fuerzas, alguien que te decepcionó en el pasado y, a tu manera de ver, te sigue decepcionando. Y mágicamente encuentras el medio para desahogarte, como si ella hubiera tenido la culpa y la ignorancia y la soberbia y el desprecio que tanto acumulaste. Y solito te diste cuenta que tu madre hubiera querido seguir siendo ese apoyo espiritual y mental y no un lastre o una culpa que fuera arrastrando por lo que me queda de vida. Y así sucedió de repente. 

Hoy no tengo madre, pero sé que si la necesito, vendrá y me llenará de nuevo, porque seguir con un recuerdo doloroso implica que su vida no valió la pena. Y claro está, valió mucho. Gracias madre, no me debes nada, y sin embargo, te debo todo.

Cheers...

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