Doble filo

"Si te quieres matar, que quede claro. Porque lo que está pasando, es que te estás columpiando en el borde del sistema; es como patinar descalzo sobre una gillette. Hasta da escalofrío."
- Carlos Brian Belascoarán Shayne, Días de Combate (1976)

Si hace 12 años me hubieran preguntado qué opinaba de mi vida, hubiera dicho que era un sobreviviente de ella. Varios años, varios tropiezos, varias enseñanzas. Varios años de estarme haciendo pendejo, y sólo unos cuantos -después -para ponerme a mano. 

Yo debí haber sido secretaria.

Así de sencilla y complicada es la toma de decisiones. Por un lado, te encuentras entre la disyuntiva familiar, el qué dirán, la complicidad de los amigos, la crítica destructiva y el amor falso, ese que te encuentras a la mitad de la esquina cuando eres un pinche chamaco caguengue lleno de desesperación e ilusiones vanas. Ese que se cuelga de tí y no te deja ir. Ese que te destruye la perspectiva por completo. Y ya dentro de ese torbellino de emociones ¡zaz! La cagas y te tienes que sentar. Y otra vez a rumiar y a rumiar, hasta que crees que ya la haces en algo. Y de nuevo a escalar. Si hace 12 años me hubieran preguntado qué opinaba de mi vida, la verdad no hubiera sabido qué responder. Cometí el error de creerme mejor que muchos y entregarle mi corazón a una. Lo madreó, obvio. Y lo sabía en el proceso. Una relación destructiva. Una relación de un perro y una gata. O de una perra y un gato. Como cuando te azotas contra una pared y sólo ves estrellas y no sabes -de repente -qué te golpeó. Y luego levantas la vista y ahí está: la gran hijaputa. La gran mierda. La gran destructora de ilusiones. La gran devoradora. La gran imágen reflejada de las malas decisiones. Aún así, hubo momentos muy buenos, en complicidad con antiguas necedades. Aquellas que te invitan a salirte de lo ordinario, y así, de repente, te llega la oportunidad a punta de alcohol. Arriba. Abajo. Izquierda. Derecha. Sin puntos cardinales a la vez. Y ahí queda, sin rastro de culpa.

Y luego llega la luz, porque no todo está perdido. La luz que dicta que debes seguir. Se puede representar en varios momentos de lucidez. A veces tenue, a veces incandescente. A veces puede ubicarte como los faros a los marineros en los mares obscuros y tenebrosos. Ese mar que puede ser impredecible, que puede tornarse violento en un instante y dejar el barco seriamente dañado. Pero el faro se mantiene ahí, impávido ante los desmadres venideros. Después algo peor. Algo que no tenías en mente. De repente me he hallado con que los desórdenes mentales no me vienen. No. Algo diferente es que en mi mente ocurran tormentas conscientes y otra que sea infectado por la estupidez ajena. No puedo combatir contra algo que no tiene sentido, contra algo que -de por sí -es incontrolable. Algo que me saca de quicio y no puedo derrotar. El que se enoja pierde. Si a eso le agregas la ignorancia, sale peor. Esa ignorancia que acaba por destruir -de nuevo -una ilusión. Que destruye un pedazo de fe. Que inunda los ojos y que resalta de nuevo las antiguas marcas que duelen más que antes, como brasas. ¿Será éste el infierno? No, ni mucho menos. Sólo lo que me he buscado.

Luego la salvación, de color azul y oro. Esa salvación que no tenía identidad, y que cuando ese ente la encontró, la compartió conmigo. Era como el volcán que emerge de repente haciendo erupción y todo iba para arriba. Pero no se puede combatir tan fácil contra la gravedad. Todo lo que sube tiene que caer, y todo se derrumbó, así nomás. La ilusión, por enésima vez, se fue a la goma, y sólo quedó un montón de estrellitas gritando Nah, nah, naaa, nah, pendejo. No es nada divertido. No es nada sano. Y todo acabó por amargarme. 

A pesar de eso, la presencia ibérica me emocionó, aunque la fortuna no sonrió del todo, me di cuenta que la emoción seguía ahí. Es extraño hacerse de una amistad en circunstancias tan desiguales. Por un lado, inspira a más no poder, enerva el sentimiento, desborda la imaginación. Por otro, el movimiento a falta de látex abre una cercanía pero también una distancia. Es el riesgo y también la conmoción de no saber, de no reaccionar, de no pensar. A toda acción, corresponde una reacción. Sin embargo, esa reacción quedó como pausada, como parte de un bello recuerdo en el corazón que persiste. Y luego de eso, los gritos, la pasión desbordada a tono de chocolate. Esa pasión que no tenía rumbo. Desubicada. De esa que suele ser pasajera, y que también enmarcas en oro, porque sabes valorarla. De esa que se queda en el recuerdo para no repetirse jamás.


Si hace 12 años me hubieran preguntado qué opinaba de mi vida, no me hubiera imaginado qué responder, porque a estas alturas, quiero ser pleno, porque ya sé qué es lo que se siente. Porque ya sé qué debo y no de hacer. Ahora todo marcha con un tono graznado, ahora todo marcha con una armonía desconocida -hasta ahora -por mí. Tengo que ceder un poco, porque a veces soy amargado, a veces soy egoísta... ¿Por qué? Porque siento que di todo y no fuí correspondido. Pero hey, hijoputa, que nadie tiene la culpa de esto. Tú te lo haz buscado y ese ser meloso que comparte la vida contigo no debe tener el mismo destino. Te quiere y te desea. Así, como haz vivido y como eres. Esto de volver a mis orígenes tiene un doble filo. Por un lado, puede ser que me mantenga feliz. Por el otro, habrá gente que no quiera verme así. He ahí la cuestión de ser o no ser. De matar o morir. De deshechar miles de recuerdos para poder subsistir y no quedar en el Infierno que Dante auguraba. Aquel donde miles sufrían por no dejar sus recuerdos vagos, sus ilusiones mundanas, sus caprichos terciarios. Y aquí, es donde entra la conciencia. Esa que va y vuelve como resorte, dando buenas y peores decisiones. Ojalá fuera como los perros. Ellos no tropiezan con la misma piedra. 

Si hace 12 años me hubieran preguntado qué opinaba de mi vida, te hubiera dicho: No sé. Sólo quiero ser feliz.

Cheers...

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